Impulso.

Te asomaste a la calle para gritarle que no se fuera. Lo viste salir del portal despacio con las manos en los bolsillos. Te agarrabas a la barandilla con una fuerza inusual. Se paró en el semáforo aunque no venía ningún coche. Casi arrancas los gruesos tornillos que te aferraban a las paredes. Se puso en verde.  Tu grito no le llegó porque no salió de tu garganta. Era, ya, otra vez, sólo una sombra en tu cabeza.

Mi cartel de Semana Santa...


Mi cartel de Semana Santa.
(Microrelato de una frustración)
El nazareno de ruán negro con el de antifaz morado y capa blanca coinciden en el semáforo de una de esas avenidas que van a parar a la Ronda y que a vista de pájaro son como los siete puñales que aparecen clavados a un corazón en el escudo de Los Servitas. Hace mucho aire pero están tranquilos porque saben que no peligra su estación de penitencia, saben que no habrá problemas con la lluvia como en los últimos años. El sol está en lo más alto y luce el redondel un amarillo albero que envidiarían los más taurinos. Los dos nazarenos no se hablan. Cumplen las reglas de su hermandad pero no porque vengan en un boletín año tras año como recordatorio, ni porque así vengan recogidas simbólicamente entre portadas de plata en un libro al que este año acompañaran con varas cada uno con los suyos, con sus propios andares. Lo hacen porque así se lo enseñaron quienes en tiempos ya casi olvidados los llevaron por ese mismo camino. Los dos nazarenos cruzarán luego la calle y seguirán un rato andando juntos hasta el siguiente cruce donde ya sus destinos seguirán líneas separadas. Sin caer en la cuenta que sus pisadas andarán de nuevo superpuestas por la estrechez de la calle de las Sierpes o en las brumas de incienso que se acumulan entre las columnas de la Catedral. Todo eso, será después. Ahora, en el cartel que enmarca con cuatro dedos, dos de cada mano, el niño que se ha detenido separándose del resto de los amigos que marchan hacia el centro en busca de otro día de cofradías, se les ve juntos esperando poder avanzar. Un cartel sin pasos en la calle. Con coches y semáforos. Dos nazarenos camino de sus sueños. ¿No es eso también la Semana Santa? Para mi sí pero sólo tengo palabras... y con eso no hago un cartel.

Viviréis.

Era el mes de Mayo. Las dos de la tarde. La calor apretaba y tocaba ya hacer una parada para refrescarse. No quedaba agua en el búcaro. Ni había  nada que se le pareciera. Y si no se para para beber no se para que tiempo parado es tiempo perdido. Al caer la noche allí mismo se echaban. O se caían rendidos. Las mantas que hubieran podido traer del camión ya  lejos e inalcanzable o la propia tierra incluso a algunos les servía de fuente de calor. Casi que ya eran piedra, mimetizados con el paisaje. Algunos metían las manos en los bolsillos y masticaban granos de arroz mezclados con la propia tierra que movían. Sacaban la tierra a palazos para desplazarla varios metros donde la  dejaban para enterrarla de nuevo. Y los tres se acordaban de las frases del juez que les libró de la pena de muerte. Viviréis para veros morir. No queremos vuestro esfuerzo para construir. Viviréis para veros morir vosotros mismos. El sufrimiento llegaba ya a su fin. Y sin atisbos de arrepentimiento. Siempre era Mayo en Laguna Seca, en aquel desierto tenebroso.

 

La herencia

Algunos pensarán que vestirse de domingo para ir a un notario a dejar semejante herencia es exageración. Ahora le tocaba a él. Es lo que te llevarás, hijo, como primer descendiente, el resto ya verás como terminan con tanta hectárea, tanto apartamento, tanto fondo de inversión. Ya verás como terminan. No los envidies. Tú, en tu casa, con tu taladro que el abuelo me pasó también y que luego celebramos con una botella de sanpedrillo como en pocas horas repetiremos en nuestra casa, con un ligaillo magnífico que ha traído tu tía. Tu, yo y el berbiquí.

Me consume, Poe.

Entre dos aguas, entre dos realidades. Poe me tiene agotado. Me destroza en la búsqueda de la belleza. Casi no doy para más pero sigo insistiendo en revolver las almas de los atormentados. Preguntas sin eco, secas al golpear que desangran al hombre que nunca fui. Poe, cabronazo inmisericorde, me consumes y me enganchas hasta que de mi ya no queda nada y caigo derrumbado ante mi propia tumba. Allí mismo. Me consume, Poe.