Veinticinco de junio

Los primeros doscientos días de su cautiverio los dedicó a recopilar palabras.

En su afán de purificar sus escritos pedía al carcelero - única persona a la que veía - que le dijese palabras. Ladrillos para la construcción de un edificio. No quería nada que desde sus entrañas pudiera pervertir el futuro de esa historia que tenía en mente escribir y que como un alfarero sólo le daría la forma adecuada a la materia prima que le venía dada. Simplemente iría adecuando su historia a los términos que consiguiese recopilar. Una idea nunca debe verse modificada por la forma en que se expresa ni el contexto en el que se mueve.

Dos palabras por día. Salvo cuando libraba Ramiro, el asturiano de Tapia de Casariego, que no había querido extender la encomienda, por lo que había días que aportaba tres nuevas ilusiones para compensar los días que no podía llevar ni comida ni ladrillos a su paisano encerrado desde hacía meses por sus ideas contrarias al régimen gobernante.

Hasta el instante en que llegara el papel y los lápices que había pedido al alcaide.

Exactamente cinco fueron los comités por los que tuvo que pasar su petición antes de ser aceptada.

Mientras pasaron los días y las noches. Cada mañana con el desayuno una agrupación de sílabas nueva. Y con el almuerzo otro tanto de letras ordenadas. Las quince primeras eran propias del funcionario que más obsesionado si cabe que el futuro escritor comenzó a buscar en los libros. Y en su casa empezaban a sospechar de intrigas y amorios al verlo marchar a la capital en sus días libres. No buscaba placeres, buscaba palabras en donde más hay: en los carteles de los comercios, en la publicidad, en las bibliotecas, en las conversaciones de tranvía.

Cuatrocientas palabras para una historia.

Comenzó el preso a memorizar desde el primer día. Nada acostumbrado a ello pensó en otros métodos de almacenamiento. Nada punzante iban a permitirle para marcar las paredes.

Las palabras acabaron rayando la bandeja de la comida, en el reverso. Una junto a la otra. Cada doce horas una palabra nueva. Y él seguía pensando en su historia. Cada día con dos palabras nuevas para poder incluirlas en un futuro. Alargaba las comidas el máximo permitido para así familiarizarse con los vocablos. Cuando llegara el papel los fijaría negro sobre blanco para ordenarlos correctamente. Más tarde los enlazaría con nuevas de su propia cosecha que llegarían para reconducir a las primitivas por el camino de la la idea original. Y darles sonoridad en el contexto de la historia. Todo eso estaría por ocurrir.

Finalmente llegó el paquete esperado. Olía a papelería. Le vinieron recuerdos de sus paseos hasta el colegio por el camino de la playa. Y el sonido de la lucha vil entre el mar y los acantilados.

Junto con dos cartas. Una manuscrita del carcelero en la que formalmente se despedía del reo y con un añadido en la esquina superior derecha que recogía lo que verdaderamente quería expresarle pero que obviamente por el control postal no podía hacer en su plenitud. Era el título que le proponía para su historia.

Y la otra carta, con sellos, membretes y tampones de sobra conocidos para él. Redactada a doble espacio y con letra centrada en el folio... una fecha.

Veinticinco de junio del presente año.

Manuel Tejares Delgado murió tal día como hoy hace ya muchos años asesinado por el gobierno de su pais. En el Ayuntamiento de su pueblo preside en la Sala de Juntas, en una vitrina sencilla pero bien terminada, la bandeja donde están escritas cuatrocientas palabras de una historia inconclusa que alguien tituló 'Bandeja de libertad'.