A las ocho y tres minutos alguien ponía en marcha el aire acondicionado y con un ruido imponente empezaba una mañana más la invasión del espacio que estábamos respirando. Se hacía dueño de toda la oficina. Eramos conocidos en el edifico como los polacos. Eramos los que sufríamos la invasión alemana cada día, Viessmann se llamaba el general de las tropas hostiles. Comenzaba siendo simplemente molesto, simpatizando en las conversaciones, diluyendo algunas palabras que no encontraban su destino final y terminaba congelando a la secretaria de la jefa de contabilidad.
En el cuarto de la fotocopiadora tenia levantado un iglú. Allí pasaba casi todo su tiempo de trabajo, incluso había pedido le pusieran un terminal de teléfono para el fax y el informático las pasó canutas para que la señal inalámbrica llegara hasta aquella cueva urbana. Sin embargo su piel era la envidia de un departamento minado de mujeres -de todas las edades-, tan tersa, tan fría, tan brillante, y lo mejor para las largas jornadas de encarcelamiento administrativo, ella no perdía nunca la sonrisa. Era una mujer distante pero atrayente al mismo tiempo. Nunca he vuelto a sentir esa extraña imantación. Tan ajena a las chicas de mi edad. Alguien, durante un desayuno, sentenció 'Julio Verne hubiera escrito una novela... una aventura a lo desconocido'.
En esta distancia que os describo mirábamos el movimiento de su blusa. La separación entre los botones dejaba que el aire que surgía con fuerza de las paredes jugueteara entre sus pechos mientras realizaba su trabajo. La especulación silenciosa e imaginativa sobre su cuerpo, su vida fuera de
Polonia, sus pensamientos respecto a lo que le rodeaba era el entretenimiento de parte de los empleados de la oficina. Especialmente de los becarios del departamento de Análisis Financiero. Suponíamos que el sentirse observada la hacía más radiante, más bella, más fría y especialmente, increiblemente más sensual. Muchos hubieramos seguido seis meses más bajo el yugo de la esclavitud camuflada, moderna, multimedia, global y consentida en que se había convertido nuestra vida de becarios.