En los Alcores, cita con lo atávico

Aquel sábado por la mañana tras leer la breve referencia en el periódico llamé a mi novia,
- Está noche iremos de tapas, a cenar, a Mairena
-¿A Mairena del Alcor?
-Si, hay que moverse...
- ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy!
- Y de paso descubrimos que es eso de atávico...
- Ya decía yo, terminó diciendo la que ahora es mi mujer. Ella ya empezaba a conocerme.


Y en Mairena descubrimos como el pueblo iba aglutinándose entorno a la plaza y empezaba a caminar de dos en dos, llevando velas, nada fuera de lo común en una procesión andaluza, poca gente en las aceras viendo el cortejo, que ya empezaba hacerse interminable, ¡cómo iba a haber gente viéndolo si estaban todos en la procesión! Niños, abuelos, padres, familias enteras, todos delante del Cristo de la Cárcel. Que no llegaba.
Lo que no esperaba era como vendría, un cuadro sobre un paso, no lo había visto nunca, era totalmente novedoso para mi, que me retraía a lo leído sobre aquellas primeras procesiones representando pasajes de la pasión, aquellos cortejos llevando cuadros con las imágenes pasionarias o de la Virgen María. El principio de todo, los primeros cortejos procesionales. Lo atávico.

No era Semana Santa, quizás ya estuvieramos en cuaresma. Todavía aguardaban los Alcores una sorpresa más, algo que ya creía desaparecido, desterrado de nuestra idiosincrasia, de la religiosidad popular, detrás del paso iban personas cubiertas simulando los penitentes que conocemos pero muchos llevaban los tobillos atados con cadenas o grillos. El sonido del metal al arrastrarse envolvía la escena ya en penumbra por la humareda incenciaria. Eran docenas de promesas hacía el Cristo de la Cárcel, denominado así por estar comunicada a través de una ventana con la cárcel de la villa, y que permitía a los presos encomendarse al Señor.

Todos los 18 de Marzo se produce la procesión que te traslada en el tiempo.

Mairena del Alcor,
Altitud: 135 m. Latitud: 37º 22' Longitud: -5º 44'

La venia perdida

No sabía a quien dárselo y se acordó de mi, que había sido monitor suyo en un curso de ofimática y siempre pasábamos el rato del café hablando de cofradías. A su madre le había hablado de nuestra relación durante aquel tiempo y ella fue quien me buscó para dármelo, él había transmitido ese deseo. Sabía mucho sobre nuestra común pasión y las poesías a su Esperanza de Triana fueron lo primero que escribió en un procesador de textos. Poseía una memoria increíble para acumular datos y fechas.
La carpeta estaba llena de recortes de prensa, de cuadernillos de ABC sobre la cuaresma y fotos, muchas fotos viejas. Entre ellas una con la plaza de la Campana repleta de gente y una nube de capirotes blancos entrando por el Duque. Una tarde con el sol picando con fuerza. Hasta ahí nada nuevo pero me fijé en uno de los balcones engalanados lleno de periodistas. La cara de todos ellos mostraba claramente que algo estaba pasando, se señalaban los oídos, algunos levantaban los hombros en señal de confusión absoluta y parecía que hablaban entre ellos, en lugar de mirar hacia el centro de la plaza donde un pequeño nazareno de blanco y otro bastante más grande de negro avanzaban con paso firme hacia el palquillo.
En aquellos años no había televisión en directo (y sólo ponían algún reportaje general durante la semana) y eran las emisoras de radio las que llevaban el peso de las retransmisiones, las que acercaban el micrófono al terno negro para que escucháramos a quienes hacen que nuestras devociones caminen entre la multitud, las que hacen que las cornetas inunden las habitaciones de aquellos que quedan postrados en la cama por alguna enfermedad, las que nos permiten escuchar la voz pura de aquel afortunado que en la tarde del gran día se presenta ante la ciudad como portavoz de una Primitiva Archicofradía y Pontificia Hermandad.
Aquel año se pidió la venia pero nadie la escuchó ni tuvo una réplica por parte del Consejo que pudiera quedar grabada en los pesados magnetofones que llevaban eternos becarios de las ondas hertzianas. Nada, no hay nada grabado. Todo se hizo en el más absoluto de los silencios. Hubo gente que creyó que ese año no se había pedido la venia. Algunas emisoras achacaron el vacío sonoro a problemas con las baterías de los inalámbricos o fallos en la red eléctrica de Sevillana, o hasta se llegó a extender el rumor de que se había producido una pelea en el palquillo ya que había quienes habían visto al delegado del día realizar movimientos extraños con las manos.
Nadie cayó en la cuenta de lo que había ocurrido. Nadie había caído, antes de pensar en extrañas conjuras, en las palabras que el joven detective Rouletabille en la novela El cuarto amarillo aplicaba para resolver los enigmas, “una vez descartado lo imposible sólo nos queda lo improbable”. Y lo improbable era que dejaran a un hermano con problemas en el habla pedir la venia de la cofradía para entrar en carrera oficial. Nada más y nada menos.
Esto lo se porque me lo contó el principal protagonista, en una fría mañana de invierno mientras hacíamos una pausa para olvidarnos de formatos, archivos y sistemas operativos. Aunque con lenguaje sencillo ya no le hacía falta a aquel nazareno blanco de la cruz de Santiago la lengua de signos para comunicarse.

He recibido una carta

He recibido una carta esta mañana. La escribe un amigo, Fernando Conde, y tras la primera lectura -interrumpida por un nudo en la garganta que me obligó a tragar saliva- se nos queda la sensación de vernos reconocidos en la historia que se narra, tras la segunda valoramos el profundo sentido de muchas de sus palabras y en la tercera, se absorbe la recreación del buen gusto al escribir, de la magnifica prosa dulcificada por una sonoridad poética. Y es que, el autor de la epístola, es poeta. Y sabe de esto. Espero que esta no sea su única colaboración. Gracias.

LECCIÓN COFRADE.-

Yo he vivido, al igual que tú Antonio, muchas vísperas de Semana Santa mirando al cielo. Siendo de cofradía de Domingo de Ramos, y ante malas expectativas climatológicas uno siempre se ha encomendado a la Gracia y Esperanza de la Madre como otros a la Reina de la Encarnación. Pero esta Semana Santa era diferente, ya que no era yo quien iba a vestir el Domingo de Palmas el terciopelo verde de reminiscencias macarenas allá por la Puerta Osario.

En esta ocasión era mi hija, de siete años, la que haría por primera vez su Estación de Penitencia a la Catedral Sevillana. Pero no desde Sevilla, no, desde Triana, desde el Tardón. Y es que había sido abducida cofradieramente, ¡ahí va eso!, por mi hermana y sus primas hacia los naranjos níveos del Barrio León y hacia Áquel que de forma rotunda y firme rasga las vestiduras de la noche del Lunes Santo con dos palabras: “Ego Sum”. No hubo forma de convencerla para que desvistiera la túnica de esparto y las sandalias por la airosa capa romántica y los zapatos negros de hebilla de los nazarenos de San Roque.

De cualquier forma, es mi segunda Cofradía en el corazón, que no en la nómina, así que acepté sin más sus pretensiones de hacer la Estación de Penitencia con su tía y sus primas con la hermandad de mi barrio y no con la familiar.

Como te puedes imaginar se negó rotundamente a llevar una varita, y es que no hay nada más sevillano, Antonio, que la afirmación tajante, yo diría de tintes cesáreos, del niño hispalense que le dice a su padre: “Papá, yo salgo con cirio”, cuál paso del Rubicón del que siente llegado el momento oportuno de afirmar su destino romano, digo sevillano-cofrade, sin paso atrás posible.

Tengo que advertirte también que la pasada Semana Santa no fue precisamente de presagios climatológicos benignos, sino todo lo contrario, y más concretamente para aquel Lunes Santo se afirmaba agua y más agua. Por ello, y ante las ansias infantiles de ver Cofradías y la posibilidad más que probable que San Pedro hiciese de las suyas al día siguiente, el Domingo de Ramos estuvimos los dos ante el Señor Despojado de sus Vestiduras, y ante la Paz, Madre Hiniesta, Buena Muerte, el Señor de las Penas, Gracia y Esperanza, Estrella y Amargura. Siete horas viendo Cofradías. Antes de dormir la pregunta llegó taladrándome con la mirada como si yo tuviese en mis manos potestad ante nubes, vientos y aguaceros: “Papá, ¿mañana va a llover?”, “sí hija, dicen que va a llover, pero bueno, nunca se sabe….”.

Y no llovió, a pesar de los partes del “hombre del tiempo” o de las más modernas páginas de Internet, y allá que se fue vestida de inmaculada blancura a la Iglesia de San Gonzalo con el alma rebosada de ilusión y los bolsillos preñaos de estampas, medallas y caramelos.

Jamás olvidaré aquella Cruz de Guía. Cruz de Guía que nunca se repetirá para mí. Única ya en mi memoria entre mis más preciados tesoros. No habrá otra igual aunque inexorablemente se repita la Cofradía en el tiempo de Triana y Sevilla. Detrás de la plata de faroles y bocinas, ese día, entre las primeras filas de hermanos y delante de su tía, venía aquella niña de siete años con su Cirio rojo a cuestas.

Te puedes imaginar Antonio que no era aquella una visión majestuosa de foto de cartel de Semana Santa de Serrano, de esos que afloran en la Cuaresma por cualquier tasca de Sevilla bajo un sin fin de rótulos tertulianos. El cirio lo sostenía con las dos manos y muy inclinado hacia delante ya que no podía descansarlo en la cadera. ¡Cargaba con él como podía!, y claro, pensé sonriendo: “ésta no llega al Puente de Triana”.

San Jacinto, los globos, los caramelos, los niños (siempre los niños alrededor de Él), el río blanco entre las acacias al son de tambores de pequeños cigarreros. Entre saludos a los amigos y conocidos del barrio, cruzamos la frontera y llegamos hasta las mismas puertas de la Ciudad Eterna (que no es Roma, Antonio, que es Sevilla), y a la altura de la Magdalena me empecé a preocupar. “¿No querrá meterse en la Carrera Oficial, no?”. Me acerqué y me dio un rotundo “sí”.

Y allí que la dejé camino de las sierpes no sin antes colmarle la faltriquera con los caramelos que me quedaban. “Te recojo a la salida de la Catedral….”.

FotografíaPero el inexorable paso del tiempo que yo creí de mi lado jugueteó en mi contra. Cayó la tarde y ”mi” Cruz de Guía salió por la Puerta de los Palos con un aliado para ella que se reveló ante mí humilde pero terrible: ¡el pabilo del cirio estaba encendido!: la guerra estaba servida. De un lado una niña con hábito blanco armada con un simple cirio chorreante de cera; y de otro yo, con poderosas armas: mi posible capacidad de persuasión, el cansancio del Domingo de Ramos que haría mella, el paso de las horas, el frío….

Nula la capacidad de persuasión. Nulo el cansancio de mi hija que no el mío. Nulo el frío. Mis ejércitos caían derrotados uno tras otro. Baratillo, Reyes Católicos, subida al Puente de Triana, Altozano, Estrella, azulejo de la Virgen del Rocío de San Jacinto. Fueron pasando las calles, los lugares, las horas y las promesas de mi hija de abandonar aquél primer tramo cada vez más mermado por el lento y largo caminar.

Finalmente, ante mi insistencia para que abandonara la Cofradía a 200 metros de la Iglesia de San Gonzalo se libró la última batalla, y en ella fue cuando recibí, Antonio, la lección que me guardaba aquel Lunes Santo la mismísima Sevilla ataviada con túnica blanca de esparto. Con lágrimas que asomaban por los ojales del antifaz y con genio me dijo: “estoy cansada papá pero voy a llegar a la Iglesia como todos los demás”, al tiempo que señalaba hacia atrás. Miré hacia donde me indicaba, y despacio, despacio, volví a contemplar el reguero eterno de sus hermanos de capirote blanco entre luces de cera, reflejos de alpaca y sandalias cansadas en la oscuridad de la noche al tiempo que dos golpes secos de palermo ponían en marcha aquella Cruz de Guía. Mi hija levantó el cirio y comenzó a caminar tras el hermano que le antecedía. A lo lejos se distinguía, muy lejos, al Señor, repitiendo a Caifas: “Ego Sum”. Y comprendí.

Comprendí, Antonio, que había caído derrotado en la guerra más dulce que puede perder un sevillano. No sé quien llegó más cansando a casa, seguramente yo, pero los dos nos acostamos felices, ella soñando lunes santos de San Gonzalo, cera, Salud, tambores y caramelos, y yo en que mi hija es y será por siempre, hasta que el Señor del Soberano Poder lo quiera, cofrade.

Los nombres que pisamos

A mi me gustan como se llaman las cosas más incluso que los propios objetos. La mayoría de los nombres de las cosas que ya no las llamamos así tienen nombres evocadores. Si además son el nombre de una calle, entonces, estamos hablando de algo que me toca la fibra sensible. Crecí viendo desde una de las ventanas de mi casa una calle sin forma que acabó llamándose Alcuza. Nunca sabré a quien agradecer ese detalle que la parte romántica de mí piensa que es que alguien conectó mentalmente conmigo y quiso ponerle así. Aún siendo por casualidad, gracias.

Cerca de allí, al otro lado del Campo de los Mártires, encontramos Lictores y Alerce. Me resultan hermosos en su sonoridad y me evocan historias fantásticas y dignas de haber sido vividas. Releo algunas páginas olvidadas y recuerdo que Lictores anteriormente se llamó Dormitorio de San Benito. Hay que estar muy loco para deleitarse con el nombre de una calle. Una calle no es sólo bonita por lo que enseña.

O nombres de calles como Arte de la Seda y Mendigorria en un desaparecido barrio intramuros donde han recuperado recientemente Compás de San Juan de Acre (barrio que llegó a tener hasta independencia jurídica). No lejos de allí tenemos a Hombre de Piedra, y yendo hacía el río, Curtidurías. En pleno centro de la ciudad Chapineros y Chicarreros que bien pudieran haberse quedado con sus nombres anteriores Arquillo de Chapineros y calle Vieja de la Ropa. Desde luego no caminaría por ellas sin mi espada en la mano y mi embozo cubriéndome el rostro.

Calles como Viejos o Pajaritos o Laguna de la Pajarería incitan a buscar su historia en cuanto te topas con ellas.

¿Por qué quitaron del mapa la calle Ombligo en pleno barrio del Peladero? Cercanas quedan la Alcaicería de la Loza, Alhóndiga y Caballerizas.

Y estas son pocas para mi larga lista, cada vez que descubro alguna nueva me enamoro de ella dejando a las otras de lado. En un momento determinado de mi vida, me encontré en un dilema, necesitaba un nombre. Tentado estuve de poner Peso de la Harina, reducida en la actualidad a simplemente Harinas pero que sigue conservando su encanto original en las ciudades de Jaén, Granada, Málaga y Carmona, incluso Enladrillada con la que mantuve largo romance. Sin embargo que mal amante debo ser que escogí el nombre de una calle gaditana para mi sitio en Internet.

Teoría y práctica

Un día escribí ...

Cuando salgo del trabajo por las tardes suelo escuchar una tertulia de Radio Sevilla en la que se habla de todo un poco, aunque en especial sobre temas políticos. Sólo escucho un ratito y, un día, cerca ya de mi lugar de destino, la moderadora preguntaba a un conocido periodista sevillano: “¿Tienes ganas de que llegue la Semana Santa?”. Dicho periodista contestó escuetamente: “En teoría muchas ganas pero en la práctica menos.” Ahí quedó la frase y siguieron por otros derroteros.

¿Por qué contestaría aquello? Le daba yo vueltas a la cabeza, por qué estamos nerviosos devorando las vísperas y luego después pasa todo tan corriendo. Le gusta tanto a la gente que no quieren que llegue pronto esa semana porque más pronto empieza más pronto se acaba.

Estos días previos me recuerdan a los que hay antes de que entre un año nuevo, todo son promesas que luego cuesta cumplir. “Este año dejo de fumar y dos días a la semana voy a dar una vueltecita por el parque”.  

Ciertamente la forma de ver cofradías va evolucionando y  va íntimamente ligada a la edad y a lo que se ha ido viendo (absorbiendo o captando serían los verbos adecuados). Gusta al principio ver mucho, querer atraparlo todo, con tan sólo unos bocatas liados en papel albal y veinte duritos para la cocacola bien fresquita, ¡¡no me he tomado yo bocatas en los escalones de las casas!! En una mano el papelito de los recorridos y en la otra esa viena de tortilla. He corrido (o andando muy deprisa) para llegar a esa esquinita, remetiéndome entre la gente, buscando aquello que me habían contado, y que no debía perderme. He cangrejeado, y me han llevado en volanda subiendo la Cuesta del Bacalao. Y encima preocupándome de que no se me perdiera nadie, y disfrutaran como yo disfrutaba. Por aquella época rara vez llevaba cámara de fotos pero desde mi cerebro hasta las sufridas plantas de mis pies iban recogiendo fotograma a fotograma lo que estaba pasando. Para mi esta semana que nos vuelve un poco locos, es la semana de los sentimientos, de la vida, de la evolución.

Eso, evolución, es la palabra que define lo que me (nos) pasa ahora. Yo no me siento más cansado, ni nada de eso, aunque tenga que currar por la mañana de esos días. Es que ahora hemos vivido y queremos reconstruir nuestra propia Semana Santa. Nos gusta más que antes pero tenemos que elegir, y sabemos hacerlo bien (llevamos decididas muchas cosas importantes que nos han marcado). Ahora quiero pararme y ver como un nazareno de la Penas de San Vicente levanta lentamente su cruz  y se pone a caminar. Ahora, me apetece seguir un paso durante un buen rato, siguiéndolo como si fuera el Guadiana, zigzagueando en su recorrido. Queriendo ser el vuelo de las capas de sus nazarenos.

Me gusta esta evolución y pienso continuarla, sin arrepentirme de nada. De vez en cuando buscaré refugio en alguna bulla y otras veces me quedaré inmóvil, con la piel de gallina, viendo como un palio se aleja, y mientras la muchedumbre volviéndose deprisa hacia el otro lado. Que tanto en la teoría como en la práctica un palio es el cielo de Sevilla.

Vísperas

Un día escribí ...


Es doblar una esquina y saber que vienes para quedarte. Tienes tu aroma y tu propio sabor de barrio, y tienes tantas cosas buenas que te hacen especial, silencios y músicas, encuentros y soledades, avances y retrasos.

Tienes tantas cosas que te hacen tan especial.

Con el cambio climático nos despistas y te anuncias con racheos inesperados. Te anuncias, que bien te anuncias. Sabes que cada año me asomo para verte pasar y ahí estás. Sabrás de sobra que por aquí, por estas latitudes, tenemos formas de hacer las cosas, de mostrar nuestro arraigo a la tierra que pisamos. Sabemos que es lo importante y por ello lo anunciamos con vísperas.

¿Qué sería de nosotros sin las vísperas? Creemos tanto en la espera que le damos forma y modos de ser.