No sabía a quien dárselo y se acordó de mi, que había sido monitor suyo en un curso de ofimática y siempre pasábamos el rato del café hablando de cofradías. A su madre le había hablado de nuestra relación durante aquel tiempo y ella fue quien me buscó para dármelo, él había transmitido ese deseo. Sabía mucho sobre nuestra común pasión y las poesías a su Esperanza de Triana fueron lo primero que escribió en un procesador de textos. Poseía una memoria increíble para acumular datos y fechas.
La carpeta estaba llena de recortes de prensa, de cuadernillos de ABC sobre la cuaresma y fotos, muchas fotos viejas. Entre ellas una con la plaza de la Campana repleta de gente y una nube de capirotes blancos entrando por el Duque. Una tarde con el sol picando con fuerza. Hasta ahí nada nuevo pero me fijé en uno de los balcones engalanados lleno de periodistas. La cara de todos ellos mostraba claramente que algo estaba pasando, se señalaban los oídos, algunos levantaban los hombros en señal de confusión absoluta y parecía que hablaban entre ellos, en lugar de mirar hacia el centro de la plaza donde un pequeño nazareno de blanco y otro bastante más grande de negro avanzaban con paso firme hacia el palquillo.
En aquellos años no había televisión en directo (y sólo ponían algún reportaje general durante la semana) y eran las emisoras de radio las que llevaban el peso de las retransmisiones, las que acercaban el micrófono al terno negro para que escucháramos a quienes hacen que nuestras devociones caminen entre la multitud, las que hacen que las cornetas inunden las habitaciones de aquellos que quedan postrados en la cama por alguna enfermedad, las que nos permiten escuchar la voz pura de aquel afortunado que en la tarde del gran día se presenta ante la ciudad como portavoz de una Primitiva Archicofradía y Pontificia Hermandad.
Aquel año se pidió la venia pero nadie la escuchó ni tuvo una réplica por parte del Consejo que pudiera quedar grabada en los pesados magnetofones que llevaban eternos becarios de las ondas hertzianas. Nada, no hay nada grabado. Todo se hizo en el más absoluto de los silencios. Hubo gente que creyó que ese año no se había pedido la venia. Algunas emisoras achacaron el vacío sonoro a problemas con las baterías de los inalámbricos o fallos en la red eléctrica de Sevillana, o hasta se llegó a extender el rumor de que se había producido una pelea en el palquillo ya que había quienes habían visto al delegado del día realizar movimientos extraños con las manos.
Nadie cayó en la cuenta de lo que había ocurrido. Nadie había caído, antes de pensar en extrañas conjuras, en las palabras que el joven detective Rouletabille en la novela El cuarto amarillo aplicaba para resolver los enigmas, “una vez descartado lo imposible sólo nos queda lo improbable”. Y lo improbable era que dejaran a un hermano con problemas en el habla pedir la venia de la cofradía para entrar en carrera oficial. Nada más y nada menos.
Esto lo se porque me lo contó el principal protagonista, en una fría mañana de invierno mientras hacíamos una pausa para olvidarnos de formatos, archivos y sistemas operativos. Aunque con lenguaje sencillo ya no le hacía falta a aquel nazareno blanco de la cruz de Santiago la lengua de signos para comunicarse.
La carpeta estaba llena de recortes de prensa, de cuadernillos de ABC sobre la cuaresma y fotos, muchas fotos viejas. Entre ellas una con la plaza de la Campana repleta de gente y una nube de capirotes blancos entrando por el Duque. Una tarde con el sol picando con fuerza. Hasta ahí nada nuevo pero me fijé en uno de los balcones engalanados lleno de periodistas. La cara de todos ellos mostraba claramente que algo estaba pasando, se señalaban los oídos, algunos levantaban los hombros en señal de confusión absoluta y parecía que hablaban entre ellos, en lugar de mirar hacia el centro de la plaza donde un pequeño nazareno de blanco y otro bastante más grande de negro avanzaban con paso firme hacia el palquillo.
En aquellos años no había televisión en directo (y sólo ponían algún reportaje general durante la semana) y eran las emisoras de radio las que llevaban el peso de las retransmisiones, las que acercaban el micrófono al terno negro para que escucháramos a quienes hacen que nuestras devociones caminen entre la multitud, las que hacen que las cornetas inunden las habitaciones de aquellos que quedan postrados en la cama por alguna enfermedad, las que nos permiten escuchar la voz pura de aquel afortunado que en la tarde del gran día se presenta ante la ciudad como portavoz de una Primitiva Archicofradía y Pontificia Hermandad.
Aquel año se pidió la venia pero nadie la escuchó ni tuvo una réplica por parte del Consejo que pudiera quedar grabada en los pesados magnetofones que llevaban eternos becarios de las ondas hertzianas. Nada, no hay nada grabado. Todo se hizo en el más absoluto de los silencios. Hubo gente que creyó que ese año no se había pedido la venia. Algunas emisoras achacaron el vacío sonoro a problemas con las baterías de los inalámbricos o fallos en la red eléctrica de Sevillana, o hasta se llegó a extender el rumor de que se había producido una pelea en el palquillo ya que había quienes habían visto al delegado del día realizar movimientos extraños con las manos.
Nadie cayó en la cuenta de lo que había ocurrido. Nadie había caído, antes de pensar en extrañas conjuras, en las palabras que el joven detective Rouletabille en la novela El cuarto amarillo aplicaba para resolver los enigmas, “una vez descartado lo imposible sólo nos queda lo improbable”. Y lo improbable era que dejaran a un hermano con problemas en el habla pedir la venia de la cofradía para entrar en carrera oficial. Nada más y nada menos.
Esto lo se porque me lo contó el principal protagonista, en una fría mañana de invierno mientras hacíamos una pausa para olvidarnos de formatos, archivos y sistemas operativos. Aunque con lenguaje sencillo ya no le hacía falta a aquel nazareno blanco de la cruz de Santiago la lengua de signos para comunicarse.
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